Cuerpos que toman las calles

Recién estrenado el siglo, una mujer vestida con una falda negra se colocó en medio del puente de Brooklyn, mirando a la cámara. Abrió las piernas y, de pie, comenzó a orinar en medio de dicho espacio público. La artista se llamaba Itziar Okariz y la obra, Mear en espacios públicos o privados. Entre 2000 y 2004 realizó la performance en muchos lugares; a veces en directo y otras para grabarla en vídeo, a modo de obra de arte independiente y permanente. Aunque la primera fue en el río Rin a su paso por Düsseldorf, realizó la mayoría de sus performances en Nueva York, donde residía por aquel entonces.

Los ecos de esa performance realizada en lugares remotos no tardaron en llegar a la escena artística del País Vasco. Y es que la obra de la artista era la plasmación provocadora de distintas ideas en debate en el feminismo de la época. En 1999 Judith Butler publicó la nueva edición en inglés de El género en disputa, libro publicado en castellano en 2001. En su libro, la filósofa desarrolla la base y la teoría del movimiento queer, es decir, que el género es performativo, se representa, se repite. Las que nos definen como hombre y mujer ante los demás son las actitudes, comportamientos y actos que repetimos una y otra vez. Butler afirmaba que se representa la identidad, que es algo que se reproduce todo el tiempo y que interrumpiendo dichas repeticiones o asumiendo actitudes que en principio no nos corresponden, tenemos la oportunidad de romper con la identidad de género.

Eso fue, precisamente, lo que ocurrió cuando Itziar Okariz abrió las piernas en el puente de Brooklyn y se puso a orinar. En lugar de agacharse para adoptar la posición habitual de la mujer al orinar, optó por hacerlo de pie como los hombres. Y en lugar de buscar un lugar cerrado y privado, como suelen hacer las mujeres, tomó ese espacio público que los hombres utilizan tan frecuentemente sin reparo alguno. En ese momento, Okariz era una mujer mostrando el lenguaje corporal propio de un hombre. Dejaba en evidencia que no hay ningún elemento biológico físico que justifique la diferencia entre ambas posturas; sino una decisión social cargada de significado.

‘La obra de Okariz ha sido un referente para numerosas artistas vascas que han fusionado cuerpo y feminismo; pero no ha sido la única.’

La obra de Okariz ha sido un referente para numerosas artistas vascas que han fusionado cuerpo y feminismo; pero no ha sido la única. Muchos años atrás, Esther Ferrer utilizó su cuerpo como materia prima para el arte. En 1977, en su performance Íntimo y personal se desnudó y tomó distintas medidas de su cuerpo para escribirlas en una pizarra. E invitó al público a hacer lo mismo. Así, hizo visible el control al que se somete al cuerpo de la mujer y quiso presentar el cuerpo como experiencia real vivida, reivindicándolo como algo más que un objeto de placer para la mirada del otro.

En esa obra de Ferrer estaba presente ya un punto fundamental en la propuesta de Okariz: la diferenciación entre lo público y lo privado. Contraponer a lo público lo íntimo y personal, es decir, aquello que ocurre en los espacios privados, espacios que históricamente han sido considerados propios de la mujer; y muros que han limitado su capacidad de acción.

“En sus primeras obras de vídeo era habitual encontrar a mujeres encerradas entre cuatro paredes, en una relación no siempre cómoda con el espacio doméstico.»

No es de extrañar, por tanto, que la crítica a la vida doméstica esté presente desde los orígenes del arte feminista. Algunas realizaron dicha crítica centrándose en los espacios domésticos concretos que eran escenario del trabajo de la mujer, como la estadounidense Martha Rosler en su Semiótica de la cocina; otras muchas se centraron en cuestiones ligadas a la feminidad. En el País Vasco, el ejemplo más destacado es la obra Penélope de Itziar Elejalde (1980): de un neón rosa cuelga, sujeta por pinzas y a modo de ropa limpia, una tela blanca brillante. Tela en la que se puede leer la siguiente frase, bordada en hilo rosa: hasta cuándo Penélope abusarás de tu paciencia.

Veinte años después, mientras Okariz realizaba sus primeras performances en el río Rin, Naia del Castillo presentaba su obra Espacio doméstico. Silla al premio Gure Artea. Era una obra que constaba de dos partes: un objeto y una fotografía. El objeto era una silla de madera, que tenía encima un cojín y, atado al mismo, una falda hecha de la misma tela; la fotografía, por su parte, era de una mujer, atada a la silla por la falda que lleva puesta. Mostraba a la mujer clavada al espacio doméstico y, además, con un material ligado a las labores femeninas como las telas y la costura. Se representaban los muebles domésticos como cachivaches que definían y limitaban la performatividad, que nublan la supuesta calidez del hogar con la oscuridad de la cárcel.

En la obra artística de Naia del Castillo salen a la luz los espacios y objetos, hábitos, actitudes y movimientos que dan forma al rol de la mujer; en la obra artística de Itziar Okariz se generan situaciones en las que se rompe con ellos y se toman otros espacios y actitudes. Okariz invita a construir la complejidad de la identidad actuando; y no en un sitio cualquiera: sino en ese espacio público que construye al sujeto público.

Partiendo de esa inquietud, el colectivo Pripublikarrak apostó por tomar el espacio público y en 2006 propuso la iniciativa Koktelazioak para difundir la idea de la construcción identitaria. En diversas plazas de Bilbao, ofrecieron a las personas viandantes la oportunidad de conformar el mapa de su identidad, eligiendo rasgos de un menú. En lugar de nombres, el menú ofrecía acciones: es decir, en lugar de “soy deportista“ se podía elegir “practico deporte”. Para hacer frente a la identidad estática, querían mostrar a las personas participantes una identidad que se construye y transforma a diario a través de nuestras acciones. Y para representar la originalidad de todas las identidades vincularon todas las acciones del menú a un ingrediente y a cada persona se le preparaba un cóctel con los distintos ingredientes de su mapa identitario.
En el trabajo del colectivo Señora Polaroiska también podemos percibir el recorrido realizado por el cuerpo de la mujer hacia el espacio público. En sus primeras obras de vídeo era habitual encontrar a mujeres encerradas entre cuatro paredes, en una relación no siempre cómoda con el espacio doméstico. En su obra Lady Jibia, sin embargo, del mismo año en que Koktelazioak tomó las plazas de Bilbao, se contraponen espacio doméstico y naturaleza: el primero limita y normativiza el cuerpo de la mujer a través de ropa, trabajo y gestos; en la segunda, por el contrario, el cuerpo se puede mover desnudo, libre. Y a partir de entonces, las mujeres que aparecen en las obras de Señora Polaroiska van tomando el espacio público de forma más evidente.

Ejemplo perfecto de ello es su obra Pilota girls de 2012. El frontón es uno de los espacios públicos fundamentales del País Vasco, ya que además de cancha a menudo ha ejercido también de plaza del pueblo. Como muchos otros, es un ámbito totalmente masculino porque solo jugaban hombres y el público y los apostadores también eran fundamentalmente hombres. Para este vídeo, Señora Polaroiska siguió a la pelotari Patri Espinar por las calles de Bilbao, mientras ésta improvisaba en las fachadas de los edificios como frontón. La pelotari tomaba así las calles de la ciudad, una vez más, mostrando actitudes y movimientos no ligados a su género y mostrando los espacios con las marcas de género que los definen.

El poder de las acciones y del cuerpo de la mujer para incidir en el espacio público, y las posibilidades que ofrecen para reflexionar en torno a la separación de género son temas muy recurrentes en el arte contemporáneo vasco. No resulta ajeno para una sociedad vasca contemporánea que ha asumido las calles como espacio reivindicativo, pero sigue siendo necesario aún.

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